La señora Mary no era precisamente guapa, sus enormes ojos verdes, eran más enormes detrás de sus gafas.
Cuando te miraba, te hacía una radiografía completa.
Llegué a creer que era capaz de detectar restos de polvo en tus rodillas o de vascolet de chocolate en tus dedos, cuando desde detrás del mostrador te pedía el carnet de la Biblioteca y mientras fruncía los labios te daba permiso para entrar en su reino.
Metros y metros de pasillos con libros y más libros. Aunque las estanterías llegaban al suelo, desde el mostrador y sin cámaras de seguridad, sabía perfectamente si estabas en la zona de los libros de tu edad o te habías colado en la que «no te correspondía»
Yo tenía el carné número 41 y mi tarjeta de socia se llenaba con rapidez.
Desde el día que con poco más de tres años, aprendí a leer en aquel libro de portada celeste y blanca «Maracaná, gloria de un pueblo» no había parado de decodificar todo lo que se me pasaba por delante.
Y Mary, mi bibliotecaria, fue un faro de luz firme en aquel deambular maravilloso.
Mi padre me llevaba dos veces a la semana.
En el trayecto de ida a la biblioteca, poníamos puntos a nuestras lecturas, a la vuelta, cargados de páginas desconocidas nos adelantábamos a la aventura con absoluta alegría en disparatadas hipótesis que luego la lectura desmontaba.
Mientras yo decidía que llevar, mi padre intercambiaba comentarios de libros con la señora Mary, y así descubrí su belleza. Su rostro se transformaba al hablar de libros.
Su voz danzaba, sus manos aleteaban en el futuro.

Poco a poco yo me incorporé a esas tertulias literarias de mostrador y me prometí leer todos los libros de los que se hablaba.
El día que murió mi padre, la señora Mary lloró conmigo y me dejó llevar dos ejemplares de la biblioteca con puertas de cristal que tenía detrás.
-La vida te ha dado la edad para leer de éstos me dijo
Y así me leí, llorando, Jane Eyre, Genoveva de Bravante, Villette, Corazón y tantos otros. La almohada empapada, el corazón en un puño y la pena que se achicaba con cada página.
Con los años entendí que fue la terapia que encontró mi bibliotecaria para curarme de tanta tristeza.
Y así siguió nuestro andar, realismo mágico, aventuras, viajes, hasta llegar a la complicidad de colarme entre tanto libro «serio» uno de Victoria Holt, madre mía, las novelas del pezón rosa!
Así les llamábamos entre risas nerviosas.
Desde ese día otro hilo se afianzó en aquel tejido de palabras que nos cubría.
«Estoy orgullosa de ti- me dijo una vez- de alguna manera me emociona saber que todos los libros que hay aquí dentro se van por el mundo contigo»
No se si se lo dije, pero yo ya había recorrido el mundo con ellos, ahora solo tocaba pasar los dedos por él, con el mismo amoroso mimo conque Mary los devolvía a su sitio.
Tal vez éste texto tendría que ir el 24 de octubre, pero para mí son inseparables, libros-bibliotecas.
Sin ellos, sin ellas, yo no sería lo que soy.
Por eso en un rato me iré por la Semente a sembrar palabras y luego tengo una cita con mi amor, con Gago para perdernos entre libros, mi otro amor y nos embriagaremos de olor a páginas nuevas y nos regalaremos un universo uno al otro.
Háganse ese regalo, sea librería, sea biblioteca, sea de un estante de casa, hoy saquen un libro a la calle, regálenle un rayo de sol, un trozo de verde, un poco de lo tanto que nos dan.
Feliz Día del Libro!.
En la foto, un día en la Feria del Libro de Buenos Aires, hace muchos años

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