Paramos, en medio del temporal de lluvia y viento, a comer en un restaurante a la orilla del mar.
Pocos minutos después de estar sentados a la mesa, se fue la luz. Y sucedió algo maravilloso.
Un comedor, lleno de gente, que hablaba al volumen natural de la costa, se quedó en silencio.
Fue como si la penumbra, nos invitara a todos a hablar más bajo.
De la cocina seguían saliendo los platos y por los ventanales el paisaje semejaba un cuadro al óleo, lleno de churretes que desdibujaban las barcas.
Alguien dijo entonces una frase que no escuchaba desde hacía años:-será general?
Ya en casa, recordé aquellos días en que tormenta era sinónimo de irse la luz.
A los primeros relámpagos, tu madre o algún adulto revisaba el cajón de las velas y la situación de la linterna.
Cuando la oscuridad se hacía cierta, te mandaban a mirar a la puerta o a la ventana, vano intento de uniformidad en el apagón. Serían los fusibles de tu casa?
No, es general!- decías tú, mirando la calle entera vestida de negros- ni las farolas están encendidas.
En en ese mal de muchos, empezaba el consuelo.
Se continuaba una partida de cartas que llevaba meses, o se jugaba la revancha que estaba pendiente. Salían a relucir los ludos (en España parchís) las damas, el bancario (Monopoly) se podía contar, o cantar e incluso alguna vez que el apagón duró más de lo previsto, un bailar apartando de sillas y sillones hacia la pared.
Y para completar «la fiesta oscura» tocaba amasar y hacer tortas fritas.
Y mientras los más pequeños recibían alguna bolita de masa, el mate circulaba calentito de mano en mano.
Las primas mayores se perdían por los pasillos y volvían con unas risas que no entendías, hasta que un día eras tú la que se escabullía en busca de respuestas que la piel reclamaba a escondidas.
Si la luz no volvía a tiempo, el informativo se escuchaba en la radio. Y ya se le preguntaría a algún vecino que tuvo luz, en que acababa la novela, que repeticiones no había.
A mi en particular me gustaba cuando te mandaban a la cama, e ibas con la vela por el pasillo cual bichito de luz, partiendo las tinieblas, positivando el entorno.
En la pared del dormitorio, jugaba a crear cisnes y perros.
Luego me dormía con el olor del pabilo apagado.
Por la mañana el mundo ya era otro.
Pero el de esas tardes-noches de corte general eran de un valor incalculable.
Hoy cuando nos andamos inventando terapias familiares y de grupo, para sacar de nuestra cabeza lo que nos amarga, deberíamos de vez en cuando apagar todo y encender lo pequeño. Nada cobija más el alma que un abrazo, un poco de hablar bajito, una mano dentro de otra…
Echenle imaginación.