De pequeña era un poco ñanga para comer.
Solía inventar mil excusas para solo reclamar polenta con queso, milanesas, pastaflora o arroz con leche, que todo hay que decir, era la gloria bendita de mi casa.
Pero si había algo que me ponía creativa a la hora de inventar arrechuchos era con los buñuelos de acelga. O de pobre como les decía mi madre.
Bastaba con ver a Beatricita abrazada a un ramillete verde que ya me dolía un diente, me esperaba un marciano en el níspero o la abuela Rosa me estaba llamando con esa voz que solo yo escuchaba.
Lo cierto es que luego los comía bien, y hasta me gustaban, pero a priori y supongo que con ésta manía mía de oponerme porque sí a ciertas cosas, armaba un buen berrinche.
La técnica pedagógica infalible de mi madre se resumía en:
– No quieres caldo? dos tazas! Llevado a buñuelos.
Luego, cuando murió mi padre, no quedó otra que comerlos, la huerta en lo que más era pródiga era en acelgas y zanahorias, así que mi madre ideó mil formas de alimentarnos con su magro salario de limpiadora y lo que la tierra daba.
Si algo traumatizaba a la mujer, luego descubrí que a todas las madres, era lo del hierro, bueno y el calcio que de eso os cuento otro día.
Pero el hierro era algo que no podía faltar, así que dale acelgas…
Llegué a creer que me saldrían por las orejas!
En casa, a día de hoy, de vez en cuando las preparo en pascualina, aquel lujo que perdimos en mi infancia, cuando hubo que cuidar de apagar todas las luces y el queroseno de la cocina, así que el horno apagadito, salvo en domingo.
Sin embargo no se que necesidad proustiana, me llevó ayer a preparar buñuelos…de acelga.
Durante un instante la cocina se llenó del vaho del recuerdo. Y en la tibieza de la masa en la lengua, besé la simpleza, la inocencia, y que quieren que les diga, hasta noté el hierro corriendo por mis venas.
Que se prepare el nuevo año, ya tengo súper poderes!

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