Eso es lo que soy. Hago mi mea culpa en público y a disposición quedo.
En mi descargo diré que la fruta que robo, la que se me hace irresistible, la que me mira, me seduce y enamora, la que me incita a coger y llevar a la boca de manera compulsiva, es la de aquellos árboles que desbordan de carga y cuelgan a ras de suelo en casas abandonadas o fincas herencias de dueños que jamás pasan por allí.
Me sublevan los manzanos que no son podados y que año a año claman porque alguien haga sidras o compotas. Me trepo a muros para coger higos, peras o uvas.
Gago ha estado más de una vez al borde del camino, vigilando que no haya testigos de mis hurtos.
De manera inconsciente (o no) cada vez que vamos de ruta, amén de los kilos de equipo fotográfico, suelo meter una chaqueta o un jersey con bolsillos amplios o en su defecto con la facilidad de ser arremangado alrededor de la cintura para traer mis preciosas cargas.
No sé si mi afán se origina en la tristeza que me ocasiona ver un árbol que da frutos para nadie o en mis siestas de infancia.
Esas horas de verano, con el patio impregnado del dulzor de los melocotones, los albaricoques y las parras reventonas y combadas de tanto peso.
Con el ruido del bajar de las persianas, el chisf,chisf de la máquina de flit espantadora de moscas, llegaba la hora marrón. Le llamaba así, porque las cortinas oscuras de la abuela no bastaban para impedir de alguna manera el sol brutal del mediodía. En esa extraña penumbra se sucedían las risillas, los cuchicheos, los chistidos de mi abuelo que mandaba callar y la espera.
La angustiosa espera, que creo me ha hecho con éste oído maravilloso que ahora tengo y me permite oír casi cualquier cosa, eso y mi andar sigiloso que siempre asusta a la gente porque no me escuchan llegar.
Cuando nos llegaba el respirar pausado y acompasado del sueño de los abuelos, yo me asomaba (a instancia de los primos mayores) al pasillo. Me deslizaba con cuidado contra la pared, evitando porcelanas y plantas y cuando veía que el camino estaba despejado, daba la señal. Uno a uno salíamos hacia el patio. Al principio un fogonazo de luz blanca nos entrecerraba los ojos, pero ni bien nos habituábamos corríamos a los árboles. La fruta prohibida. No porque no nos dejaran comer, permiso teníamos, pero después de la siesta y después de haber arrancado un cubo que poníamos en remojo en el agua helada del aljibe, así y solo así, podíamos degustar de aquellos manjares.
Pero la niñez era sinónimo de poca paciencia. Los minutos por aquel entonces eran eternidades que queríamos ver pasar, sin saber que un día querríamos detener el tiempo.
Han pasado muchos años, pero aun hoy, tengo vívida en mi memoria aquellas sensaciones. En la mano, la piel aterciopelada de los duraznos blancos de corazón rojo, esos duraznos que se partían limpiamente. Solía mirar embelesada el interior, ese mapa de génesis. Morder y sentir como el jugo resbalaba por la barbilla. Mi primer beso llegó al final de una gota de melocotón, ¡cómo olvidarlo!
Y las uvas, la sombra de la parra, el zumbar de las avispas. El racimo más alto, esas uvas pequeñas y de zumo embriagador. Mi estilo no era el de comer con la boca y escupir de lado, eso me parecía más de chico, a mi me gustaba correr a una madreselva y envuelta entre perfumes, sacar una Patoruzito y pasar las páginas, mientras arrancaba grano a grano. Presionando entre pulgar y el índice, aparecía el nacimiento de un trocito de mar verde, de pulpa suave. Friccionaba suavemente sobre mis labios, mi primer maquillaje, cuando presentía que brillaban, me los mordía suavemente y allí, solo en ese momento, me regalaba el gusto demorado de comer la uva. Esa suerte de lotería de una uva más dulce, más suave o más amarga que otra. Esa amalgama de sabores, donde ocultamente uno espera que la última del racimo sea tan dulce que uno se le escape un suspiro de placer que guarda hasta la vez siguiente que coges otro.
Mediante señas, nos avisábamos que era hora de volver a la “siesta”, en puntillas entrábamos a los dormitorios. Intentábamos no hacer crujir las camas, sin saber que el solo crecimiento de nuestros huesos era un alboroto para los mayores que nunca salían de su asombro de ver como medrábamos cada día.
Cuando la abuela se asomaba a la puerta fingíamos un sueño de respiraciones alteradas, risas contenidas y leves parpadeos. Creíamos que éramos unos ases en el arte del fingimiento y que nadie notaría nuestra cacería frutícola, sin saber que la abuela, de olfato más fino que nosotros había percibido claramente el olor a manos pringosas de ciruelas, melocotones y uvas.
Así me lo contó años más tarde, cuando ella de tan vieja ya era niña y me pedía que a escondidas de mis tías la llevara a la huerta a robar uvas tibias de otoño veraniego.
En la foto, uvas de Madeira con sabor de amigas.

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