Hubo un tiempo en que los mediodías de verano, se vivían en penumbras y olían a flit.
Ni imaginaba yo que ese aroma penetrante que abuelas, madres y tías esparcían por las habitaciones para matar moscas, mosquitos y chinches, también nos mataba un poco a nosotros, ya que era DDT, cloro y lindane.
Todo camouflado con ese olor dulzón que nos mareaba y atraía por partes iguales.
Los primos y primas que no caíamos en somnolencia con semejante vaporización, esperábamos con la quietud nerviosa del que va a cometer un delito.
Cuando de la habitación de los mayores venían las respiraciones pausadas…o las agitadas, que con el tiempo descubrimos que también eran beneficiosas para nuestras escapadas, en puntillas nos deslizábamos hacia el patio.
Al principio casi que echábamos en falta la oscuridad y frescor del interior, porque fuera, las cigarras se peleaban por anunciar más grados del termómetro,pero el momento dubitativo, era breve, había otra sombra que nos atraía más.
La de los duraznos y los choclos.
Corríamos hacia la huerta y entre risas y cállate que nos oyen, trepábamos a loa árboles con una agilidad que hoy añoro.
Los más pequeños esperaban abajo y recibían con algarabía la cosecha.
Con las camisetas estiradas haca adelante, llenas de fruta, nos íbamos al arroyo, para dejar en las pozas de agua fresca, nuestro tesoro, que flotaba en vaivenes hipnóticos delante de nuestros ojos.
Mientras apagábamos el calor de la fruta, cuidábamos de no poner los pies en el agua, porque todavía creíamos a pie juntillas aquello de que te morías si te mojabas después de comer.
La espera se matizaba con bromas, juegos y confidencias.
La vida se aprendía entre líneas.
Después de un rato, ya podíamos disfrutar de esos duraznos más grandes que nuestras manos, el jugo se resbalaba por nuestros dedos y sabía tan bien, que podíamos jurar que eran los mejores del mundo.
De aquella no sabía yo, que como mejor saben es cuando son robados o saboreados en la boca que amas.
Volvíamos atravesando el maizal, arrancando unos cuantos choclos para la cena.
Era el peaje que nos cobraban los adultos, que calculaban que no era muy cierto eso que proclamábamos nada más entrar al patio y ver que ya estaban levantados:- Nos levantamos hace un ratito…
Entregábamos el fruto de nuestra zafra y aceptábamos gustosos otra ración de fruta, ahora pelada y fría y sin comer los carozos que podían brotarte árboles de las tripas.
Al caer la luz, se encendía el fuego donde se asaban los choclos ensartados a un palo, comíamos el sol en cada mordisco, el aderezo eran las historias de miedo. Hombres sin cabeza, aparecidos, lobizones…
Nada que perturbara nuestro sueño, porque al fin y al cabo, el cuerpo notaba la ausencia de siesta y por qué negarlo, esa manía de madres, tías y abuelas de enriquecer las arcas de Rockefeller bañando los cuartos con insecticida, ayudaba a dormir profundo.
Hoy que a los duraznos les llamo pexegos o melocotones y a los choclos, millo o mazorcas, añoro los tiempos en que me daba el lujo de no dormir.
La siesta, si existe, es una sucesión en el teléfono de alarmas cada pocos minutos, daría no se qué por volver a disfrutar de aquella penumbra dulzona.
Del sabor que recogía la lengua al pasar entre los dedos, de los soplos para no quemarte, porque lamentablemente resultó cierto aquello de que eran los mejores del mundo, difícil volver a probarlos igual…o si?

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