Cuando las tardes eran un campito inmenso, que terminaba su existencia con la puesta del sol, la televisión era cosa de una hora delante de la pantalla y una semana en la memoria.
En el barrio no todo el mundo tenía tele y mucho menos en colores, esa rareza quedaba para unos pocos.
Así que el salón pasaba a ser territorio compartido y entre vascolet, risas y un poco de bizcochuelo casero, pastaflora o tortas fritas, la platea se armaba en un plis plás.
Los más pequeños, sobre los regazos de los más mayores y así se optimizaba el lugar y se apañaba cariño, que de eso, nunca se va sobrado.
Tampoco es que la programación fuera muy extensa, la infantil, la que pasaba la censura de mi madre, más bien escasa.
Así que el año que todo el mundo, pequeños medianos y mayores nos enganchamos a Verano Azul, las semanas se alargaron en la espera de cada nuevo episodio.
La veranitis corrió por el barrio y nos puso a todos a silbar.
Nos enamoramos alternativamente de Pancho y de Javi y como quien no quiere la cosa, nos asomamos a despertares de la piel, casi que a la vez.
Cuando un beso era un no saber que hacer con la boca, plastificamos una foto de Javi y lo tuvimos de sparring a la sombra de las madreselvas, una tarde entera.
Cuando años mas tarde compartimos representante, casi muero de vergüenza al saludarle en un cruce de ciudades él a un teatro y yo a otro.
Solo me perdí un capítulo, el de La Burbuja, que gracias a youtube vi mucho años después.
La culpa fue del entusiasmo conque jugábamos al escondite.
Ya hacía muchos años que el juego estaba instalado, así que buscar lugares que no conocieran los demás era tarea casi imposible. Hasta el año que Juan el carpintero amplió el negocio y a la tradicional hechura de muebles, se sumó la de ataúdes.
Con su hija nos metimos dentro de uno que estaba casi terminado, allí nos morimos de risa un rato, y contamos los minutos y los pasos cada vez que sentíamos que alguien se acercaba.
Finalmente los demás se cansaron de buscar y se fueron a otro juego.
Pero una cosa era entrar en el ataúd y otra muy distinta salir.

Hoy lo pienso y me da un chús, pero de aquella la aventura nos parecía sublime.
Por aburrimiento o cansancio, nos dormimos.
Despertamos bajo la atenta mirada de Flora, la mujer del carpintero, una mujer de ojos como el agua, la piel blanca y fina y la voz tan pequeñita que pocas veces se la escuchamos.
Su cabello lacio dividido en dos, cayó sobre nuestro rostro adormilado, con una sonrisa calma, de alivio. No se si fue por el atontamiento de la siesta a deshoras, o por las estampitas que nos daba el cura Pía, que a mi me pareció la cara de la virgen.
Cuando llegué a casa, me contaron que yo no era la única que veía cosas extrañas, que en el capítulo de Verano Azul de ese día, un extraño personaje había salvado a Bea.
Mi hermana para hacerme rabiar, no me lo contó.
Pero yo me lo imaginé entero!
Los periódicos contaron éste fin de semana que murió Antonio Mercero, el creador de entre otras series, de Verano Azul.
No se como ha sido su entierro, pero estoy casi segura, que allí a donde fue, una fila enorme de bicicletas le abrió camino mientras un silbido armonioso le daba las gracias por pintar de azul los despertares de aquel verano en que la inocencia se desgajaba poco a poco

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