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En Uruguay la plaza mayor siempre se llama Constitución y su principal calle recuerda el día de esa primera carta magna, 18 de julio (1830)
De pequeños, los que nacimos en barrios e íbamos a colegios de barrios y la catequesis la teníamos en la capilla del barrio y los abuelos vivían en el campo, solo conocíamos de «lo de mas allá de la vía», la estación de trenes o la Agencia Alonso, ya que aun no había terminal de ómnibus y cada empresa tenía su local. De hecho demoraron tantos años en levantarla que se le llama, aun hoy que esta funcionando, «la interminable».
Pero del resto de la ciudad solo teníamos atisbos, ramalazos de paseos domingueros, información fragmentada que no nos daba una imagen completa de como era la ciudad. Pero a esa edad no importa. Lo fundamental estaba, el helado, la playa del Río Uruguay, el Puerto y la Plaza Constitución, con la Basílica donde un día haríamos la comunión.
Basílica que lleva el nombre de un santo negro, pero que no te lo dicen hasta que un día preguntas por el moreno que está a la derecha del altar pero muy al fondo, San Benito de Palermo.
Durante las Defensas de la ciudad, ocurridas en el siglo XIX, fue bombardeada una y otra vez, pero siempre ha permanecido en pie, para dar cobijo.
Sentarse frente a ella en los bancos de la plaza es un ritual que todo novio «serio» hace con su novia. Tuvo durante 100 años una hermosa fuente donde todos fuimos fotografiados luego de ser bautizados, comuniados o casados, pero dictaduras mentales la derribaron y pusieron un mausoleo para depositar las cenizas de un héroe que nunca llegaron, porque la familia se negó.
Recuerdo los nervios de atravesar su pasillo central para entregar una ofrenda de trigo un día que volvió al pais Monseñor Mendihará, exiliado y preso por «pensar». Recuerdo el órgano enorme donde cantábamos aves marias en bodas (para sacar el pesito para la cocacola del sábado)
Hoy he recorrido sus bancas, he pasado la mano por el sitio donde una vez, rondando la friolera de doce años se entrelazaron mis dedos con los dedos dueños de mi sin vivir, me paré bajo su cúpula y me pareció que en caleidoscopio, todos estabamos otra vez alli, con la guitarra, ya adolescentes, cantando por la teología de la liberación las canciones de Casaldáliga.
El sitio donde la gorda de calle Salto hojeaba al cura Piaggio, del que se decía que era el padre y no el padrino de varios de sus 10 hijos.El quinto banco desde donde Juan, el feo del pueblo, miraba a Marita en el primero, la tonta, y de repente un día sin saber muy bien como se mezclaron las palabras de amor entre balsas que llegaban a la orilla, y vimos todos como se iban de dos en dos, como los discípulos, y asi siguen, caminando juntos entre pellizcos y palabras tartamudeadas.
Como siempre, encendi una vela, no porque crea, sino porque mi abuela, que tampoco creía «graciasadios», asi me lo pidió, porque ella no sabía para donde iba, pero fuera a donde fuera quería llegar iluminada.
No quise entrar a la Sacristía donde el cura «tal» gustaba de tocarnos a ver si los pechitos crecían y sali al sol de la tarde, bajando lentamente los escalones que una vez me parecieron tantos.

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