Tengo la suerte de que muchas veces a lo largo y ancho de éste mundo, personas que quiero mucho y otras que veo por primera vez, depositan en mis manos un trozo de su vida, de su historia, de su sentir.
Como contadora de cuentos, contraigo un compromiso con ese tesoro tangible o no, que se me entrega.
Ese compromiso es el que subo al escenario, el de contar historias que yo he vivido, olido, palpado. No puedo contar algo si no caminé ese espacio, no puedo hablar de una tierra o de una piedra, si mis manos no palpitaron por lo menos un instante en el mismo sitio imaginario, soñado o real.
Así guardo vestidos, meteoritos que una ilusionada niña dejó en mi mano, pañuelos, perfumes, fotos, cartas, libros, cajas, caminos, aldeas, montes…
Las personas somos una colcha de retales, cada uno de esos trozos, cuentan nuestra vida. Los grandes y los pequeños.
Cada uno de ellos es una parte de los que somos.
Algo frágil, que hay que tratar con mimo.
Hace unos días llegó a mi un atadito precioso y preciado.
Al abrirlo, sentí una emoción inmensa.
En esa servilleta de telas que ya no hay, venían dos cucharillas de plata y un leve tenedor de aquellos de pastelitos esponjosos.
Los toco intentando reconstruir tardes, horas de familia, conversaciones, risas, alguna lágrima.
Los veo al derecho y al revés, como cuando esperaban guardados el día especial en que verían la luz del comedor.
Desde hace unos días, los tengo sobre mi mesa, entre mis libros, mis tazas adoradas y les dejo hablar.
Les escucho. Les dejo ocupar un sitio. El que quieran.
Ya me lo dirán ellos.
Eixil, gracias por dejar que un trocito de tu historia se sume a mi camino.

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