Soy de hacer miles de km en coche, me gustan esas horas con mi música, con la puesta al día de llamadas a los amigos, con los ratos de reflexión. Pero también disfruto del viajar colectivo que me permite vivir cosas que de otra manera sería imposible. Si hay algo que ha cambiado en los últimos tiempos, es como ocupamos el tiempo libre, esas horas «muertas» del viaje. Ayer en el tren, tuve una muestra.
Salvo una pasajera que venía con un libro gordo de papel, el resto o traía, libros electrónicos, o se conectaba al móvil a ver vídeos.
Delante mí, una chica tenía medio vagón embelesado, mirando sus manos que tejían con agujas de madera, una gorda lana rosa.
A mi lado, un hombre de mediana edad, griego, me contaba en perfecto castellano que venía a Galicia a buscar unos antepasados suyos que fueron por el 1400 a tierras helenas. Del otro lado del pasillo, un matrimonio eterno, se intercambiaba galletas, mimos, lecturas en francés y en castellano.
E inmediatamente delante, un chico guapo , se divertía con un móvil de pantalla enorme, mirando videos del Club de la Comedia o de Chicote.
En una de esas mis ojos se quedaron enganchados a unas largas piernas de señorita que flotaban por el aparato. Hay que decir que observando un poco más, se podía vislumbrar un caballero entre las piernas de la señorita. Ese mismo caballero en un lapsus de no más de veinte minutos, realizó un eficiente recorrido por una ingente cantidad de rubias, morenas, altas, bajas. En posturas que casi se salían del dispositivo móvil. No sabía como reaccionar. Era imposible no mirar!
Miré a mi alrededor, y vi las agujas en pausa, la lectura en suspense, y los comentarios de unas y otras que se mezclaban con risas nerviosas. En un momento todos y todas nos sentimos pillados en esa actitud mezcla de vergüenza, incredulidad y «vaya que cosas se pueden hacer» que genera la visión en público de algo que se supone del terreno privado.
La anciana francesa, asomaba por detrás del asiento del chico y le trasmitía la acción a su esposo, que intentaba visualizar sin disimulo por el espacio de los dos asientos de delante, la señora que llevaba el libro, abría y cerraba los ojos con incredulidad y risa y yo empecé a dudar si le daba un codazo al chico.
Porque a esa altura de la tarde, rodeados por los montes de Puebla de Sanabria, una no sabía muy bien si el susodicho se había dormido, tenía una cabellera que le ocultaba los cascos y los ojos, y youtube le jugaba una mala pasada, o nos estaba invitando a una fiesta y no estábamos a la altura.
Lo solucionó el vecino de asiento que trabajaba en su ordenador, miró al vagón por encima de los cabeceros, nos pilló in franganti y puso boca a bajo el móvil.
Cada uno volvió a lo suyo.
Fue bonito ver la cara de sorpresa del pasajero, cuando todos le fuimos sonriendo como le sonríes a quien le conoces un secreto.
Anunciaron el destino, recogimos cosas, le vi colocarse el estuche de un instrumento musical en la espalda, el móvil en el bolsillo trasero del vaquero y la mano en una maleta negra.
Llovía, como llueve en Santiago.
Él encendió un cigarrillo en la penumbra de una columna y se marchó lento.
En la estación por lo menos no le esperaba nadie.
Quizá nunca sepa, que un domingo a la tarde alteró la diversión de un vagón que venía de Madrid.
Escrito un 7 de marzo pero del 2016, y hoy al recordarlo, lo traigo por aquí.