Publiqué éste texto el 10 de enero del 2016. Y veo que es otro de
los post que desapareció del blog, así que gracias a los recuerdos de Facebook aquí lo recupero.

 

«Cuando la palabra Internacional era la más grande de mi vocabulario visual, la usaba con gusto, cada vez que me preguntaban por mi abuela.

Y no mentía cuando la decía. Tal vez un poquito, al decir que era mi abuela. Ya que no era solo mía. Era de todo el barrio. Y no era ni la madre de mi padre ni la madre de mi madre. Pero era mi abuela.
Nada de lo que se cocinaba en casa dejaba de tener un aparte para la abuela Rosa.
Redonda, toda ella. Cara y cuerpo. Blanca, muy blanca, de ojos azules tan claros que a veces se perdían en sus pestañas. Siempre riendo.
Adoraba meternos entre sus pechos y sumergirnos allí en un vaivén de reencuentro, que olía a naftalina y a flor ajada.
Saltaba a la comba con los chiquillos del barrio, pese a las amenazas de mi madre, de que no la cuidaría si se rompía un hueso «que esas no eran cosas de hacer a los 90 años».
Nunca estaba con las vecinas en sus tertulias de baraja o de mate dulce a la tarde. Ella siempre estaba con los niños.
Transformaba trozos de tela en mares por donde navegaban historias de amor extrañas o hijos que no volvían. Pero lo que más me gustaba era cuando jugábamos al Circo. Uníamos varios trozos de sedas de colores, que colgábamos de la lámpara o de la escalera y allí debajo, se levantaba el circo más maravilloso del mundo.
Ella había sido trapecista y equilibrista. ¡Famosa!. Decenas de carteles decoraban su sala. Tenía cajones llenos de programas de mano y álbumes de fotos inmensos, negros con papel de seda por encima donde aparecía ella delgada y con unos trajes que a mi madre escandalizaban y a mí me atraían como el oro.
Corregía mis posturas de presentadora, mis voces de anuncio, mis giros torpes, mis puntillas enclenques.
Mis peluches se transformaban en indómitos leones, la colcha en improvisada pista, las muñecas en público entusiasta.
Los brazos regordetes de la abuela Rosa mutaban en sierpes que se torneaban en sogas, para explicarme como subir, trepar y colgar con gracia y sin peligro.
Como había tenido un amor tragafuegos, me enseñó los rudimentos para no quemarme. Y también los tiros de dagas, sin dañarte pese a llevar los ojos vendados ya que bastaba con concentrarte y sentir el aire como zumbaba a tu lado para salir indemne.
No tuvimos suerte con el equilibrio, solo pudimos colgar una soga de árbol a árbol del parque que se caía por el medio. No fuimos capaces de lograr la tensión adecuada.
Así que me entrenaba en lo alto de los muros. Por allí y a dos metros del suelo, el mundo era un abismo por donde yo caminaba, un pie delante y el otro con la punta perfectamente alineada detrás.
Papel crepé, de cigarrillo o celofán completaban los atuendos de los ensayos.
Pero el día de la presentación, se hacía realidad mi sueño.
Una vez cada cierto tiempo, no sabría precisar cuánto, aun tenía los pocos años que miden los segundos en eternidades, íbamos a una habitación que estaba “arriba”. Por una escalera empinada subíamos a buscar cosas en el baúl.
Un arcón de madera, rústico, sin grandes correajes ni detalles de lujo, madera descolorida y maltratada por los rincones. Un gran candado, colgaba cerrado de una de las anillas, pendía inútil ya que no cerraba nada.
La abuela abría el baúl y dentro flotaban los tules de sus trajes, a mi me quedaban grandes y a ella pequeños. Pero ambas suspirábamos por ellos.
Con cuidado elegía alguna capa corta o apliques de plumas y lentejuelas y colocaba en mi cabeza un halo de escenario.
Uno era un tulipán azul, de tul y seda verde, con hojas bordadas que dormían sobre la breve falda, otro era de sol y luna, según de qué lado le miraras. Los había rojos como el fuego o blancos como la espuma. Cada uno de ellos era de un número olvidado ya por el público.
Así que los repetía con sus dedos, en el aire, para que yo fuera la memoria de ellos.
Durante años me persiguió el recuerdo de sus lágrimas en la vereda cuando nos fuimos de la capital.
Un año más tarde, mis padres se fueron durante tres días. No volvieron solos, traían el baúl.
La abuela Rosa, quiso que yo lo tuviera. Entre las bolsas de tela, reposaban todos sus trajes, unos cuantos carteles y un álbum que debíamos entregar a su hijo. Un hijo que no apareció ni en el entierro ni en el funeral.
Años más tarde, le busqué. Me dijo que su madre había sido lavandera, que se había ido del pueblo tras un carromato. ¿Artista de circo? No, la-van-de-ra.
Ante su “que quiere”, le di el aviso. Quise contarle de sus años sola, de sus viajes, de sus éxitos. Pero su silencio incrédulo, fue una barrera infranqueable.
Me despedí, dejándole el álbum donde su madre brillaba bajo los focos, con luz propia.
Gesto del que me arrepiento siempre.
Con los años, los trajes fueron siguiendo derroteros extraños, hoy solo queda el baúl, que mi madre utiliza para guardar las mantas y edredones de cuando “viene gente”.
La abuela Rosa, mi abuela cirquera. Mi abuela cuna, refugio, sueño al vuelo. Mi abuela de las bambalinas, las tazas de arroz con leche, las galletas María de bolsillo, las zapatillas bordadas, los rizos blancos, las manos fuertes, las risas largas, las palabras olvidadas, la que fue tras un sueño, la que me puso una red para volar en calma.
Aun me queda contar de mi abuela india, de mi abuela la que no fue y de mi abuela verdadera. Pero eso, si me lo recuerdan, otro día».
Fotografía de la Equilibrista Elisa Riego

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