Si no perteneces al grupo que hoy a la mañana le tocó pasar del «chingunbel» a la vorágine de las rebajas, o a correr detrás del bus para el colegio de los niños, te habrá pasado como a mi, que miras la casa con cara de «y ahora que hago yo contigo» Y cuando digo casa, hablo también de escritorio de trabajo, mesa de faena o lo que quiera sea tu ambientación laboral si eres autónomo con oficina donde duermes.
Cuando llegué a vivir a Galicia y escuché hablar de la cuesta de enero, la entendí rápido y no solo por lo económico, que en casa no somos de gastos extras, sino por lo emocional.
De repente pasas de saludarte hasta con ese vecino que ni te miraba, a ver un calendario que debes hacer tuyo mientras recoges esas velas doradas que al final no encendiste, los salvamenteles navideños, las servilletas que a ver quien les quita esas manchas, los polvorones que nadie quiso…
Mientras ves tu agenda con todos los pendientes que ya deberías de haber empezado a despachar, sientes que en el lateral del cuerpo te aparece una barra de medición de energía que baja a velocidad galáctica.
Para esos días, yo me guardo un consejo de mi abuela Rosa, la que trabajaba en el circo (les conté esa historia verdad?)
Ella decía que en esas mañanas, solo se podía salvar el alma con una tetera llena y una bandeja de rosquillas, buñuelos o lo que anduviera por casa de aspecto pecaminoso.
Paladear, saborear, sentir en la boca el momento, envolver en él todo lo que pasó bueno y también algo de lo malo, y con ese caramelo de memoria encarar lo que venga.
Ella que había sido equilibrista, entre otras cosas, decía que no hubo cosa más triste en su vida, que el día que le dijeron que no podía volver a subir a la cuerda floja. El día que perdió ese pajarillo en el estómago, que le recordaba el valor de estar viva y que nada hay peor que no arriesgar lo que tienes para conseguir atravesar una vez más el gran vacío.
Buena jornada amigos y amigas.
Ilustra Anna Silivonchik