Llegaron los Reyes, llegaron los Reyes! gritamos mi hermana y yo, corriendo por la casa, con el cuerpo lleno de emoción.
Habíamos mirado debajo del árbol y allí, sobre nuestros zapatos recién lustrados, teníamos un regalo para cada una.
Aún no eran las nueve pero el sol ya alborotaba las cigarras y el pasillo era una senda de líneas doradas que se enredaba en nuestras piernas.
Por experiencia ya sabíamos que en días así, mis padres estarían bajo la sombra del paraíso, tomando mate.
Fuimos a buscarlos para poder abrir los regalos juntos.
Adoraba la sensación de salir del túnel en penumbras que era la casa, al estallido de luz del patio en esos eneros calurosos del norte del país.
Me detuve en ese segundo de ceguera. Y ahí comenzó uno de los mejores años de mi vida.
Mi hermana lo vio primero y yo me di contra su espalda al retomar mi carrera.
Mis padres no estaban solos, con ellos, tomando mate y comiendo pan dulce estaba…Baltasar!
Nos miramos dudando. Pero seguía allí.
Era tal y como yo lo había imaginado, era tal como mi hermana lo había dibujado en la carta.
Negro, muy negro, negro azul!
Su lengua era roja.
Y sus ojos parecían dos caramelos de miel en un tazón de nata.
Lo miramos hipnotizadas, sin saber que decir.
Llevaba una camisa azul cielo y un pantalón arremangado en la pierna derecha hasta la rodilla.
Su cabeza estaba rodeada de una mata de pelo ensortijado negro y plateado.
Ante nuestra asombro, mi padre preguntó riendo:
-¿Les comió la lengua un ratón? Saluden a Baltasar. Tuvo un accidente anoche al repartir los regalos y ya iba el pobre tan dolorido que le hemos dicho que se quede unos días aquí que seguramente ustedes lo van a cuidar muy bien.

En ese momento presté atención al yeso que le cubría la pierna hasta el borde del pantalón.
A mi hermana y a mí solo se nos ocurrió hacer una reverencia, al fin y el cabo era la primera vez que veíamos un rey.
Él correspondió inclinando la cabeza y besando nuestras manos.
Luego abrimos los regalos.
Desde ese día la casa estuvo llena de polcas que tocaba mi tío, así nos dijo que le llamáramos. De risas, de viajes a mares lejanos, de historias de fantasmas, diablos que habitaban higueras, bailarinas de finales que mi madre siempre interrumpía.
Y risas, muchas risas.
Por una razón u otra los días se hicieron semanas y aunque la pierna de Baltasar se fue curando, su estancia en casa no daba señales de terminar.
Un día le pedimos que nos llevara a la escuela y hasta los más escépticos tuvieron que creer en la enorme suerte que teníamos de tener alojado a uno de los Reyes Magos en casa.
Hubo quien me pidió si podía intermediar para que al año siguiente le viniera de regalo un futbolín. Y lo debo de haber hecho bien, porque el deseo se cumplió.
Un día, cuando ya las semanas se habían vuelto meses, y nos habíamos acostumbrado a llegar a casa y ver al lado de la chimenea a nuestro tío que nos esperaba con el vascolet y los buñuelos listos, al llegar a la esquina, vimos a una señora muy blanca, de jersey de Burma y collar de perlas al cuello. Ella se subió a un coche negro y brillante y allí esperó a que mi tío nos diera un abrazo. Mi madre, en uno de esos pocos gestos de cariño que le recuerdo, nos cogió de la mano, mientras mi tío nos volvía a besar con los ojos húmedos.
-Bartolo, vamos!- dijo la mujer.
-Se llama Baltasar, le dije yo, a esa señora que esperaba mimetizada con el tapizado de su coche.
-Respondona como tu padre eh, no vas a llegar muy lejos.
Luego marcharon.
Entramos y me pareció ver a mi padre que se secaba los ojos detrás de la ventana.
Pero igual no fue así, porque al entrar, Basilio, mi papá nos esperaba con el vascolet y la sonrisa a juego.
-Vas a llegar a donde quieras llegar- dijo mi madre-marchando a sus cosas.
-¿A dónde fue el tío? preguntó mi hermana
-A preparar los regalos para los Reyes del año que viene, dijo mi padre. Lleva mucho tiempo preparar todo. Y ahora ya está curado de su pierna. Gracias a vosotras el próximo 6 de enero, los Tres Reyes cabalgarán juntos de nuevo por el mundo.
Igual yo ya estaba empezando a perder la inocencia, pero en cuanto pude, me trepé por encima del ropero de mis padres y allí vi, una vez más, envuelto en una funda blanca de tela ese cuadro redondo, de marco marrón oscuro, donde sonreía de lado la señora de jersey de Burma y collar de perlas.
Y la odié más, uno, porque yo sabía que cuando mi padre miraba ese cuadro se ponía triste y dos porque se había llevado a mi rey mago favorito.
Por suerte eran años en que el dolor se curaba con un paseo por el Parque Rodó.
Y cuando el 6 de enero siguiente, encontramos un regalo a mayores, firmado por Baltasar, dando las gracias por haberlo cuidado tan bien, comencé a entender que las vidas se alimentan, brillan y se perfuman con los pequeños gestos de cada día. Esos que hacen que el contrato que cada año debemos renovar el día de Reyes, sea el mejor regalo que nos podemos hacer.
Feliz día!

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