Extremadura y la Bolsa de la Serena, fueron durante el final de la II República un enclave fundamental. Miles de refugiados de las zonas ocupadas por los franquistas huyeron hacia ésta comarca.
Eso y el hecho de que durante el período republicano, la capital civil había estado allí y que la implicación de los mineros y campesinos en la defensa, había sido total, acicatearon el odio y el desmán a la hora de la triste derrota y posterior represión.
Los civiles que regresaban a sus pueblos, ya derrotados, hambrientos, sin saber si aun tenían casa o no, se encontraban por los caminos con las fuerzas nacionales que les decían que «se entregaran sin ofrecer resistencia, que era una paz honrosa»
Soez eufemismo. Corría marzo del 39 y la guerra ya estaba terminada. Sin embargo comienza ahí, una sistemática purga de la población. Era fundamental, saber el grado de implicación o simpatías, con «los rojos».
Las delaciones estaban a la orden del día.
En la zona de Castuera, donde se combatió hasta el final, fue montado un campo de concentración. Se calcula que 20.000 personas pasaron por allí. No se sabe cuantas murieron.

Llegamos a Mérida, para ver el Ayax de Sófocles, en el teatro romano. A la hora de comer, casualidades? el dueño del restaurante, es el presidente de la Comisión de Memoria Histórica de Mérida, sin miedo, que hay gente que aun lo tiene, dice que lo de Castuera es una vergüenza, allí no hay muertos por la guerra, hay represaliados del franquismo, que es otra cosa, la guerra ya estaba terminada!

Por la noche, paladeo cada verso de Sófocles, de una actualidad tan nítida que me sobrecojo.
Al día siguiente atravesando las secas carreteras de la tierra donde nació Valdivia, el conquistador de Chile, rememoro el drama del guerrero derrotado, vapuleado, al que la defensa de sus ideales, le lleva a la locura.

Llegamos a Castuera, los arqueólogos y antropólogos del Csic (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) junto con AMECADEC (Asociación Memorial Campo de Concentración de Castuera) siguen desentrañando las historias del horror.

Desde el año 2000 comienzan a surgir en España, Asociaciones que reivindican una revisión de la memoria histórica, la demolición o la reforma del Valle de los Caídos (monumento erigido a los falangistas por parte de los prisioneros repúblicanos), la apertura de los cientos de fosas comunes, etc, etc.
Luego de la ley de Memoria Histórica, promovida por Zapatero en el 2006, las diferentes Asociaciones desencantadas de que la ley solo contempla hacer victimas a los muertos de un bando y otro, pero no la investigación y castigo para los responsables de los crímenes de la posguerra, comienzan ellas a través de sufragios privados y subvenciones internacionales a desenterrar a sus muertos.

Basta con ir por los pueblos y aun hoy te encuentras con las ofrendas florales, en cunetas, o muros de casonas o cementerios.
Todo el mundo recuerda, los paseítos nocturnos, los golpes en la puerta, y los camisas azules falangistas o la guardia civil y sus tricornios brillantes atropellando, violando, secuestrando, torturando y asesinando.
Un cristiano es enterrado en camposanto, pero a los «rojos» que a veces solo eran, una costurerita que cosió una bandera, mientras tenía el rosario en el bolsillo o un paisano que una noche de lluvia dio cobijo a unos hombres que venían hambrientos, se los fusilaba del lado de fuera y se les enterraba allí mismo. O como en el caso de la madre de Laura, se la dejaba varios días en el muro, para que todo el pueblo la viera y aprendiera.
Hay quien cree que preguntar a los pocos que aun viven de aquellos tiempos, es reabrir innecesarias heridas, hay quien cree que es llevar la historia a 1931, hay quien pese a que todo el pueblo sabe lo que hizo, cierra la puerta cuando libreta y grabadora en mano llega la antropóloga a preguntar por el Campo de Concentración.

En las grandes ciudades, el día a día se deshumaniza, se difumina, pero en un pueblo donde todo el mundo sabe quien eres, quien es o fue tu madre, padre, abuelo o tíos es difícil mirar a la cara al hijo del que «paseó» a alguien de tu familia. O al que delató.

Castuera, no es inmune a ese convivir.
Matilde Morillo Sanchez era maestra durante la República, una noche fue ajusticiada, su hija, ya en los descuentos de la vida, ha llegado a pedirle de rodillas a quien esa noche vio la ejecución, que le diga donde está su madre, y éste calla.

Pero hay mucha gente que recorre el yermo campo de concentración de Castuera, intentando reescribir el camino que sus antepasados recorrieron.
Mas de setenta barracones de uralita (cinc) hacinaban a los prisioneros.
AMECADEC ha recopilado decenas de testimonios, desde el miedo de la madrugada, cuando pasaba el tren, que si se detenía venía a por algunos que vete a saber donde iban, hasta las borracheras de los guardias que a medianoche abrían los barracones y sacaban al que les daba la gana para apalear y torturar. Se recuerda el hambre, el frío y el calor extremo (Extremadura), las latas de sardinas y atún, una cada dos días, las letrinas al lado de los barracones a las que ibas solo cuando los soldados querían, la enfermería, territorio del no regreso sano, la mina de plata vecina, de pozos sin fondos por donde eran arrojados muchos y el hastío.
El tremendo asco de estar todo el día sin poder hacer nada, en la desesperación del hombre habituado a socavar la tierra de sol a sol, muchos construían con piedras diminutas los caminitos de entrada a los barracones que aun hoy se conservan, otros intentaban no enloquecer perdidos en los vericuetos de tocar mil veces el único objeto de valor que la familia les acercaba, un anillo, un peine fino, un espejito, un lápiz, unas agujas de coser, alguna fiambrera.

Porque quienes tenían la familia cerca aun podían tener ese pequeño consuelo, pero los otros, los de Valencia, esos, esos caían como moscas. El tifus, las fiebres, las diarreas incontrolables o los estreñimientos que en la desesperación llevaba a los prisioneros a introducir las hebillas de apertura de las latas en el esfínter, esos no tenían mas esperanza que pasar al barracón 70 donde estaban los «peores» los que esa noche a mas tardar matarían.

Esos que ahora los arqueólogos desentierran, apilados, con los huesos destrosados por el tiempo, por golpes y por balas. Una hebilla de cinturón por aquí, unos lentes por allá, un cráneo entre las costillas de otro muerto, un pie que aun conserva el calzado, el chisquero, sinónimo del último cigarillo.
Pincel y bisturí en mano sacan a la luz los huesos, ponen luz a la historia, leen la tierra.

 

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