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Un fino hilo de cabello se filtra por el hueco que queda entre el asiento y el frio del pasamanos. Hace un rato ya,que se mueve en un roce suabito con la página de mi periódico, justo encima de una foto en blanco y negro, en la que Neruda se muestra de perfil junto a otros dos poetas. La mejilla regordeta y la papada, la boina encima de los ojos tristes.
Sin darme cuenta juego con el pelo que cae en mi diario, muevo lentamente la página hacia arriba y siento el pleno goce de hacer que el rizo acaricie el perfil de Neruda que no se inmuta.
Dejar impregnado en su cara la humedad que lleva el aroma a manzanilla, en un secreto que me entusiasma y a la vez me invade de pudor, ese pudor que provocan los juegos que erotizan y se esconden.
Hay un hombre que viaja sentado a mi lado y no parece darse cuenta, mastica palabras silenciosas y gesticula casi con verguenza, ensayando la invariable conversación que mantendrá con su mujer media hora mas tarde, cuando el vapor del plato humeante trace la frontera donde las palabras se pierdan hasta la mañana siguiente y se eche a andar de nuevo la rueda.
De repente se levanta e intenta abrir en vano la ventanilla para que penetre el aire de afuera, me sobresalto, con el temor de quien va a ser descubierto. Lo miro aparentemente interesado.
El autobus esta sofocante -comenta-y yo apruebo con la cabeza, deseando que la breve charla culmine y vuelva a sentarse. Cuando al fin lo hace, me doy cuenta de que el rizo sigue aun alli, esperando la página de mi diario.
Apenas escucho la voz de la cuarta o quinta persona que sube a vender pequeñas estampitas o caramelos, porque nada existe fuera de este vértigo, solo la perturbación provocada por el movimiento cadencioso del pelo que baja delante de mi,el cabello de mujer que viaja enfrente y de la que solo conozco su espalda. Y en ese ritual le ofrezco su pelo al poeta,para que en el silencio él le susurre las palabras que yo no puedo.
Siento la extraña necesidad de saber cual es su rutina, de conocer sus pasos, y a falta de los datos me los imagino, o me creo que los imagino y a medida que el autobus se traga la tarde trato de adivinar adonde es que el alma le va a doler. Si es alli en ese espacio infinito entre el estómago y la garganta, y cuando pienso esto, ya me arrepiento porque acabo de creer que no es un espacio sino un momento en donde, para ayudarme con palabras ajenas, acaba y empieza, inhabitable, un imposible espacio de reflejos.
Una tormente amenaza hace rato con caerse sobre la tierra y aun no lo hace.
Qué azar de las cosas puso ese pelo alli? Y esta tormenta? Y este diario? El aire del ómnibus de las 20 se transforma de pronto en la atmósfera sin tiempo de dos que no van a ningun lado, hacia ningun cruce de calles porque el mundo se juega en esa página, en una geografía escrita y en silencio, en ese andar vertiginoso a traves de las palabras que van trepando por el fino hilo y son acariciadas por un perfil hecho de tinta, por un vientre cóncavo que se forma en mitad de las páginas y es el mismo efecto de una montaña rusa, donde a cada momento hay un nuevo giro, a la derecha o a la izquierda y el viento golpea en la cara y se mezcla en el cosquilleo con que viaja el cuerpo, y hay un grito primigenio que se despoja de verguenzas y de miradas austeras; la íntima ceremonia en que la criatura se reconforta con la satisfacción del deseo. Y en esta ceremonia, convive el silencio,la ignorancia de la muchacha y mi miedo a ser descubierto. La inocencia de saberme jugando en la ciudad a la hora en que todos vuelven del trabajo y no esta permitida la licencia del goce aunque mas no sea solapado.
Inventando el diálogo que solo uno conoce,entre la mejilla del poeta y el cabello de una mujer en el umbral de la tarde. Hay una voz que proclama, aqui «aletea la noche», aunque afuera las calles ya esten mojadas, aunque yo «quiera hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos», aunque cuando se levante y camine por el pasillo jamas vuelva a ver su espalda.

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