El día que nació mi padre, nació muy negro, muy negro, muy negro, hijo de una señora muy blanca, muy blanca, muy blanca, que palideció más al verlo porque ella estaba casada con un señor muy blanco, muy blanco, muy blanco.
Así que en el momento en que mi padre nacía, el capataz de la estancia, un negro de dos metros desapareció para no volver.
Al día siguiente había un bebé nuevo en las cocinas que sacaba adelante Isabel, una india de metro y medio que supo como inventarle biberones y abrazos en medio de la locura de alimentar a decenas de peones que gastaban horas a caballo todo el día detrás de cientos de cabeza de ganado y a la familia que no solía caminar más allá de los patios llenos de naranjos y malvones.
Isabel aún no había conocido a Francisco, y acogió a ese niño como si no hubiera uno suyo en un mañana.
Le puso el nombre que le dijo la señora, y agregó uno de su cosecha, Basilio, porque lo de Marcelo le sonaba a débil.
A la hora de darle el apellido, su amigo Nicomedes que aún no noviaba con Lorenza, pero del que se fiaba porque el brasileño más de una vez la había ayudado, cuando alguno de la peonada al verla chiquita y querendona se le había venido encima, dijo que ponía el apellido, y así lo «apuntaron» que de aquella las mujeres solas y menos si eran indias, no podían andar con según que cosas.
El niño fue creciendo, pata en el suelo, hábil, observador, ligero para huir de los problemas y silencioso. No llegaba al metro de altura cuando se hizo cargo de unas ovejas que había que pastorear por el monte.
Años más tarde me contó un señor que fue a escucharme contar en Guichón, » con un ojo leía todo lo que se le cruzaba y con el otro cuidaba las ovejas, las mulitas de la zona eran los bichos más inteligentes, porque como en la casa grande no sabían que había aprendido a leer, escondía los libros en las cuevas de los bichos…mucho iba por mi casa, mi padre que era juez de paz, le dejaba sacar libros de la biblioteca, entraba, salía y solo se le escuchaba un gracias»
Isabel casó con Francisco y Nicomedes con Lorenza.
De los primeros, solo un hijo, de los segundos, doce que vivieron.
Entre ellos Beatriz, que no levantaba un palmo cuando descubrió a ese mozo alto y de conversación tranquila que una vez al mes venía a su casa, para disgusto de Lorenza y alegría de Nicomedes, que llamaba hijo al que no era, que mostraba orgullo por los avances en esa escuela militar donde el muchacho estudiaba para abogado.

Ese muchacho al que un día al volver del campo con las ovejas, no le dejaron entrar en esa casa que era más suya que de otros.
Pero calló y salió al camino.
Y habló con el juez de paz que habló con alguien más y entre seminario y milicia, eligió lo segundo, porque la armónica y las polcas que había aprendido a tocar solito, no casaban mucho con misales.
Y que bien, porque sino igual yo aquí no estaba.
Mi padre, que como decía todo el mundo «era un negro gente». Mi padre que se pasaba horas conmigo al lado, los dos leyendo en silencio, mi mano en su rodilla, la suya en mi cabeza.
Que marchó tan pronto que debo repetirme lo poco que sé de su historia, para que no se me borre.
Porque el día que murió, el dolor de mi madre fue tan grande que quemó todas las señales suyas que había por la casa.
Y solo tengo ésta foto que me dio hace unos años una señora que no conocía , que se acercó, me la dio, «nadie mejor que vos para tenerla-me dijo- sos igualita, todo el día pegada a un libro» y se marchó.
Desde entonces cada vez que llega octubre, repito en mi cabeza aquel cumpleaños, o me lo invento, no sé, fue hace tanto!
Aquel cumpleaños en que mi madre, Beatriz, la hija de Nicomedes, le hizo el bizcochuelo de limón que tanto le gustaba. Y brindamos con caña con pitanga, los mayores y jugolín los menores. Y reímos todos, cuando me hice un lío intentando entender porque el padre de mi madre era el padre de mi padre, y la madre de mi padre era mi abuela, la india, no la vasca, y mucho menos la mujer de mi abuelo Nico, que lo era de Francisco. Y mi abuela Lorenza dijo que no tenía gracia. Pero mi padre tocó unas polcas y después puso un disco y me dejó subir sobre sus pies grandes, y bailamos un buen rato.
Y por la mañana, como siempre a las cinco, envuelta en mi mantita me fui a la cocina a tomar mate y comer churrasco con él antes de que se fuera al trabajo. Y teimuda como era, quise seguir entendiendo aquel galimatías familiar, y así supe, por qué a veces sin decirle nada a mi madre veíamos aquel señor tan negro en ese barrio de tantos colores de Montevideo, y entendí por qué abrazaba tan largo a la abuela Isabel, pese a llevar siempre ese tabaco tan feo en la boca y por qué siempre tenía un libro a mano.
Y cuando le pregunté por qué no jugaba al fútbol con los papás de mis compañeras de la escuela, él me dijo que no tenía edad. Yo le pregunté si la había perdido y el me dijo que no, que la había gastado. Que había personas que conseguían todo de prisa y que otras tenían que andar mucho más para conseguir sus sueños.
«Andá a dormir otro poquito, y no te preocupés-me dijo- tuve que andar mucho, pero te tengo a vos y eso es lo que importa»
Cumplirías 90 y que fiesta sería, y que tango nos marcaríamos!
Y seguro que por la mañana, a las cinco, mantengo la costumbre de despertarme a esa hora, charlaríamos un rato y luego, los dos rumbo al mundo.
Donde estés, Papi, feliz cumpleaños!

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