Quizás leer el Sostiene Pereira que Pierre-Henry Gomont ha creado para Astiberri, no es la mejor idea en un viernes, donde como decía mi abuela, los diablos andan sueltos.
Se mezclan en mi cabeza aquellas mañanas de casa en silencio, con el estruendo de la lluvia de hoy en los tejados de Santiago.
Será que igual que en mis recuerdos, la casa huele a bacalao con porotos y arroz.
Nunca me puse a corroborar si lo que mi abuela decía, pasaba en otras casas, al fin y al cabo eran tiempos en que el mundo era tan grande como el portón de la casa dejaba que fuera, pero lo cierto es que el viernes santo generaba en mi un miedo atroz.
Nos tenían prohibido barrer el patio o la casa, porque los diablos, eran los dueños del mundo ese día.
Yo que siempre fui de imaginación desbordante, veía detrás de cada maceta, árbol o piedra un tipejo de cola ensortijada que me haría alguna maldad.
Pero todos los sustos se me iban del cuerpo cuando anunciaban la comida.
Así como no me gustaba nada el olor del bacalao que inundaba todo el aire, en el plato me sumaba a la legión de la Mama.
La segunda suegra que tuvo mi madre.
Era diabética, así que la comida se la regateaban bastante. Un par de veces al año le dejaban romper la estricta dieta , una de ellas era con al arroz con bacalao del viernes de semana santa. Y una naranja de postre, al sol con el pañuelo en la cabeza para evitar resfriados.
Mientras le servías su frase era «poquito que no se vuelque» y luego se dedicaba con devoción a la cuchara.
Recuerdo un año, en que la Mama se ausentó de la mesa. La empezamos a buscar y grande fue nuestra sorpresa cuando la vimos con sus ochenta largos, dando saltos en el patio.
Cuando le preguntamos que hacía, con sus ojitos pequeños de arrugas explicó que estaba haciendo sitio para que le entrara otro poquito.
Nosotros aprovechamos las risas para escaparnos a las fiestas, que en mi ciudad natal, la semana no es santa sino de la cerveza, pese a las protestas de los beatos que se escandalizan por los conciertos y litros de alcohol que se vende.
También le llamamos semana de turismo, pero a mi madre no le gustaba que le llamáramos así. En una semana de esas, en que todo el mundo dejaba la capital para ir a algún sitio, sonó el teléfono y avisaron que el camión donde iba mi hermano y más gente del pueblo de mis abuelos a un partido de futbol, había tenido un accidente.

No hubo forma de conseguir billete para llegar al entierro.
Que mi padre fuera militar por una vez sirvió de algo.
Volamos literalmente, primero en helicóptero, luego en un coche oscuro.
Finalmente solo recuerdo un camino que terminaba en un alto y mi madre corriendo y mi padre dándome la mano.
Llegamos a su lado y en mi memoria aun la veo sobre una montaña pequeñita, de tierra amarilla, con una cruz blanca, rodeada de flores. Mi abuela le decía que era mejor que no lo hubiera visto, que se quedara con su carita intacta en el corazón.
Mi padre me abrazó tan fuerte que tuve que levantar la cabeza para coger aire, y así se me quedó por siempre el azul cian de ese día en mis recuerdos.
El rostro de Alberto se ha ido borrando de mi memoria, pero cada vez que veo un cielo igual, me vienen a la cabeza pinceladas, instantes de juegos, de risas, poco más.
Entendí con el tiempo que el viernes santo en mi casa era un día de demonios sueltos, porque mi madre nunca se perdonó no haber llegado a tiempo de ver a su niño, porque mi tía perdió su novio pocos meses antes casarse, porque mi abuelo estaba del lado del camión donde no pasó nada.
Demonios que salían a la luz perturbando, preguntando como Sostiene Pereira en medio de la deliberación de las almas, si de algo vale tener nostalgia de un arrepentimiento.
En un eterno tren, que atraviesa el mundo, un plato de arroz con bacalao hace un viaje por el centro de mi alma que llueve y llueve.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *