Hace poco, al terminar una contada, un niño se acercó a darme un beso. Su madre le instaba a «decirme» eso que queriaperonoseatrevia. Finalmente él me miró con ojos grandes y entre los rizos de sus pestañas asomó una fiesta de colorines: ¡Magia Potagia! me dijo y su manito se metio en mi bolsillo. Mira lo que te ha tocado-dijo super ilusionado- Su risa se me pegó al ladito del corazón. En mi mano apareció el fruto de su magia, un papel amarillo, una cartulina alargada y con cuatro arrugas en cruz, dentro en letras negras se leía… una adivinanza. Una muy simple, de esas que en la primera línea, ponemos cara de ufquedificilnolasabré, pero que en el fondo una pizca de agobio nos asoma al ver que también esa la sabemos. Pero entonces el niño me dijo. Crees que la sabes, por eso pones esa cara, pero la respuesta «denserio» se forma con las letras que estan al final. Allí había unas letras incomprensibles. Giré la cartulina instada por el y entonces alli apareció un garabato precioso. A que da risa? me dijo. Pues te la regalo, para que te rías y para que sigas adivinando. Porque está guay adivinar, verdad? Y se fue.
Me guarde la adivinanza en algún bolsillo, de hecho ahora no la encuentro, pero me quedó la sensación de cosquilleo dando vueltas. Cuanto hacía que no adivinaba? Cuanto hace que no nos dejamos sorprender con la evidencia de una respuesta que nos haga reír? Por qué siempre creemos saber que las respuestas son sabidas y negras, cuando hay tantas que con solo darles una vuelta nos podríamos reir?Tal vez porque nosotros mismos, somos la mayor adivinanza.

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